Cuando empecé el taller en torno al fotolibro y la edición de proyectos fotográficos que impartí en Sagunto gracias a la Universitat Jaume I, me topé con que una asociación de fotografía, la de la propia localidad, había colapsado las inscripciones al mismo, generando una larga lista de espera con sus más de ochenta miembros y otras personas interesadas.
Empezamos con una charla seguida de lecturas de porfolios en las que choqué con todos los prejuicios que he ido oyendo desde hace años en torno a las asociaciones de fotografía: incomunicación, solo miembros de edad avanzada, locura por las normas de composición, lucha de egos, una mayoría que rechaza el cambio y un pez que solo muerde la cola de Alfred Stieglitz. Me topé, por contra, con un pequeño movimiento feminista orgulloso de ser una asociación de fotografía con paridad de género, con una minoría dispuesta a la apertura y, sobre todo, a medida que pasaban las horas, con bocas abiertas al darse cuenta de las posibilidades narrativas que se estaban perdiendo.
Al descubrir los trabajos de Robert Frank, de Cristóbal Hara, de Josef Koudelka.., o los de sus vecinos Paco Martí, Jesús Monterde, Julián Barón y Ricardo Cases; Eliseo, de 77 años, se fue en un descanso a su casa para copiar en un pendrive esas fotos que sus compañeros de la asociación rechazan por ser demasiado oscuras o no seguir la norma de los tres tercios, y enseñármelas a escondidas. Cuando le seleccioné las imágenes —impresionantes—, vi caer una lágrima de emoción. «Pensaba que eso estaba mal», me dijo Eliseo en voz baja, para que no le oyesen.
Cuando nos despedimos, los primeros prejuicios habían desaparecido sobre el 90% de los miembros. A partir de ahora, no hablarán solo de «fotografías», sino también de «imágenes».





